La migración - La migration - The immigration

Migrar: una transformación silenciosa y profunda

Migrar es, quizá, una de las experiencias humanas más transformadoras y a la vez una de las más incomprendidas en su dimensión emocional. Se suele describir como un simple cambio de país, un desplazamiento geográfico, un acto de valentía o una búsqueda de oportunidades. Pero la verdad es más íntima y más compleja. Migrar no es solo trasladar el cuerpo: es desplazar la historia personal, es mover raíces, es soltar referencias cotidianas que parecen insignificantes hasta que dejan de estar allí. Implica abandonar paisajes que formaban parte del imaginario interno, lenguajes que daban ritmo a la vida, aromas capaces de evocar a quienes ya no están cerca. Es perder la familiaridad de los rostros queridos y, sin quererlo, dejar atrás una versión de uno mismo que solo existía en ese contexto que ya no se habita.

Cada persona que migra vive un proceso silencioso de duelo: el duelo por el país que se dejó, por la estabilidad que se perdió, por la identidad que parecía sólida pero que, al llegar a otro territorio, se revela más flexible de lo que se creía. Es un duelo por los vínculos que se distancian, por las celebraciones que ahora se viven a través de una pantalla, por la lengua que ya no fluye con la misma espontaneidad, por la sensación de no pertenecer del todo. Y, sin embargo, en medio de estas pérdidas, también se abre espacio para la transformación, para la posibilidad de reconstruirse desde una perspectiva más amplia, más consciente y, a veces, más libre.

Hablar de migración es hablar de vulnerabilidad, pero también de una fuerza que se desarrolla a medida que se aprende a caminar en nuevo suelo. Mi propia experiencia migratoria, iniciada desde joven, estuvo marcada por ese camino de crecimiento, aprendizaje y adaptación constante. No fue un proceso fácil, y muchas veces me encontré enfrentando una soledad inesperada, descubriéndome responsable de todo aquello que en mi país de origen parecía natural o compartido. Administrar mi tiempo, mi dinero y mis necesidades sin la red familiar inmediata fue un desafío. Cocinar cuando ya no quedaban energías, enfrentar fines de semana silenciosos o tomar decisiones importantes sin la guía cercana de los míos fueron parte del itinerario emocional. Pero también fue un viaje de descubrimiento: hallé nuevas facetas de mí misma, me probé en contextos que nunca había imaginado, y entendí que la identidad no es algo fijo, sino un tejido que se expande con cada experiencia.

A lo largo de mis años acompañando a adolescentes, jóvenes adultos y adultos migrantes como psicóloga, he visto cómo esta experiencia adquiere matices distintos en cada historia. Algunos migran impulsados por oportunidades académicas, por el prestigio que ofrece un sistema educativo extranjero, o por la posibilidad de construir un futuro más estable. Otros lo hacen en busca de libertad, seguridad o crecimiento personal. Hay quienes parten con la convicción de estar eligiendo la mejor opción posible y quienes migran porque no había otra alternativa viable. Pero, independientemente del motivo, el cambio nunca es neutro: posee una dimensión esperanzadora y otra desafiante, ambas inevitables.

Las experiencias recogidas a través de los testimonios que he escuchado muestran que no existe una migración exclusivamente fácil o completamente difícil. La adaptación cultural puede sentirse fluida, mientras que la soledad se instala como un peso persistente. La emoción de tener libertad para organizar la vida puede convivir con la angustia de enfrentar silencios largos o fechas especiales en un país ajeno. Incluso los aspectos cotidianos —como cocinar después de un día extenuante o decidir en qué gastar cuando cada euro cuenta— se transforman en aprendizajes. Migrar permite comprender el valor de lo que se tiene porque se ha tenido que trabajar por ello, pero también confronta la realidad de que muchas personas subestiman las capacidades de quien habla con acento o aún atraviesa un proceso de adaptación lingüística. La mirada ajena puede convertirse en un espejo doloroso, pero también en un motor para demostrar de qué se es capaz.

Curiosamente, mientras algunos cuentan que hicieron amigos con facilidad o que la cultura del país de acogida los recibió con calidez, otros destacan que lo más duro fue estar lejos de su familia, sobre todo en momentos de emergencia o enfermedad. La experiencia es tan plural como lo somos quienes la vivimos. Pero en esa pluralidad aparece un hilo común: migrar exige comenzar desde cero, tener paciencia con uno mismo y aceptar que la independencia puede ser una bendición tanto como un arma de doble filo. La libertad que se gana puede impulsar crecimiento, pero también puede abrir espacio a la desconexión o a hábitos que lastiman, especialmente cuando no se cuenta con un entorno contenedor.

Cuando pregunto si volverían a migrar, muchas personas responden que sí, sin dudarlo, como si fuera una segunda piel que ya forma parte de su identidad. Otras dicen que lo harían, pero acompañadas de su familia nuclear. Algunas confiesan que no repetirían la experiencia a tan temprana edad y que preferirían migrar siendo mayores o a un país con su misma lengua. Esta diversidad de respuestas refleja que no existe una fórmula universal, y que cada viaje migratorio se escribe a su propio ritmo.

A pesar de todas sus complejidades, la migración tiene algo profundamente transformador. Enseña responsabilidad, revela una fuerza interna inesperada y despierta una confianza que solo nace cuando se mira hacia atrás y se reconoce lo lejos que se ha llegado. Migrar es atravesar pérdidas, pero también es descubrir la capacidad de reinventarse. Es aprender a ser extranjero sin perderse en el intento. Es integrar el pasado en el presente como un cimiento que sostiene, no como una sombra que limita.

Desde mi vivencia personal y profesional nace este deseo de acompañar a quienes transitan este camino. De aquello que sentí que me faltó —información, apoyo emocional, herramientas prácticas, espacios de contención— surge este. Nuestro espacio terapéutico como recordatorio de que no estás solo. Que tu historia tiene valor. Que tu viaje importa. Y que cada paso, incluso los más inciertos, también forma parte de la versión de ti que estás construyendo.

Migrer : une transformation silencieuse et profonde

Migrer est sans doute l’une des expériences humaines les plus transformatrices et, en même temps, l’une des plus incomprises dans sa dimension émotionnelle. On la décrit souvent comme un simple changement de pays, un déplacement géographique ou une quête d’opportunités. Pourtant, la réalité est bien plus intime, bien plus nuancée. Migrer, ce n’est pas seulement déplacer son corps : c’est transporter son histoire, déraciner ses repères, renoncer à des habitudes qui semblaient insignifiantes jusqu’au moment où elles disparaissent. C’est quitter des paysages intérieurs, des langues qui rythmaient la vie quotidienne, des odeurs capables d’évoquer des visages chers. C’est perdre la familiarité des regards aimés et laisser derrière soi une version de soi-même qui n’existera plus tout à fait ailleurs.

Toute personne migrante traverse, souvent en silence, un processus de deuil. Le deuil du pays quitté, de la stabilité perdue, d’une identité qui paraissait solide mais qui se révèle étonnamment souple lorsqu’elle se confronte à un nouveau territoire. Le deuil des liens qui se distendent, des célébrations désormais vécues à travers des écrans, de la langue qui ne coule plus avec la même spontanéité. Et pourtant, au cœur de ces pertes, se dessinent aussi des possibilités de transformation, d’élargissement de soi et, parfois, d’une liberté nouvelle.

Parler de migration, c’est parler de vulnérabilité, mais aussi d’une force intérieure qui se forge en apprenant à marcher sur un sol inconnu. Mon propre parcours migratoire, commencé très jeune, a été guidé par cette tension entre perte et reconstruction. Rien n’a été facile : la solitude inattendue, le poids des responsabilités, le besoin d’apprendre à tout gérer seule alors que j’avais grandi dans un environnement où beaucoup de choses étaient partagées. Cuisiner malgré la fatigue, organiser mon temps, prendre des décisions importantes sans ma famille proche : autant de défis qui m’ont marquée. Mais ce fut également un voyage d’expansion personnelle, où j’ai découvert des facettes de moi-même que je n’aurais jamais imaginées.

Dans ma pratique de psychologue auprès d’adolescents, de jeunes adultes et d’adultes migrants, j’ai observé combien chaque histoire migratoire est singulière. Certains quittent leur pays pour des études, pour le prestige d’un système éducatif reconnu, pour des opportunités professionnelles ou pour un avenir plus stable. D’autres partent en quête de liberté, de sécurité ou de croissance personnelle. Parfois, migrer est un choix affirmé ; d’autres fois, c’est l’unique voie possible. Mais dans tous les cas, le changement porte une double dimension : celle de l’espoir et celle du défi.

Les témoignages que j’ai recueillis montrent qu’il n’existe pas d’expérience migratoire purement facile ou entièrement difficile. La transition culturelle peut sembler fluide alors que la solitude s’installe lourdement. La liberté nouvellement acquise peut coexister avec l’angoisse des week-ends silencieux ou des dates importantes passées loin des siens. Même les gestes du quotidien – cuisiner, planifier son budget, décider dans quoi investir son énergie – deviennent des apprentissages essentiels. Migrer enseigne la valeur des choses, précisément parce qu’on travaille durement pour les obtenir. Et souvent, c’est aussi affronter le regard d’autrui : celui qui sous-estime nos capacités parce que notre accent trahit une langue maternelle différente. Pourtant, derrière ces obstacles se révèle une détermination inattendue.

Certaines personnes racontent avoir trouvé des amis rapidement, s’être senties accueillies, alors que d’autres décrivent la douleur d’être loin de leur famille lors de situations d’urgence. La migration est une expérience multiple, mais un fil rouge demeure : recommencer à zéro requiert patience, courage et indulgence envers soi-même. L’indépendance peut être une bénédiction, mais elle peut aussi devenir un terrain fragile lorsque l’on manque de soutien.

Lorsque je demande si elles choisiraient à nouveau de migrer, beaucoup répondent oui sans hésitation, comme si cette expérience faisait désormais partie de leur identité profonde. D’autres diraient oui, mais accompagnées de leur famille. Quelques-unes confient qu’elles ne le referaient pas si jeunes et qu’elles privilégieraient un pays partageant leur langue. Cette diversité de réponses démontre qu’il n’y a pas de modèle unique : chacun écrit son propre parcours.

Malgré toutes ses complexités, la migration possède une puissance transformatrice. Elle enseigne la responsabilité, révèle une force insoupçonnée et construit une confiance nouvelle, celle qui naît lorsque l’on regarde le chemin parcouru. Migrer, c’est traverser des pertes mais aussi se réinventer. C’est devenir étrangère sans se perdre. C’est intégrer le passé dans le présent comme fondation et non comme limite.

C’est de ma propre expérience — et de tout ce que j’ai senti manquer sur le chemin — qu’est né le désir de créer cet espace. Espace thérapeutique comme rappel : vous n’êtes pas seul. Votre histoire compte. Votre chemin a de la valeur. Et chaque pas, même le plus incertain, fait partie de la personne que vous êtes en train de devenir.

Migration: a silent and profound transformation

Migration is perhaps one of the most transformative human experiences—and at the same time, one of the most misunderstood in its emotional depth. It is often described as a simple change of country, a geographical shift or a pursuit of opportunity. Yet the truth is far more intimate and layered. Migrating is not only moving your body across borders; it is carrying your story with you, uprooting the familiar, and letting go of routines that once felt insignificant until they vanish. It means leaving behind inner landscapes, languages that shaped your days, scents that evoked beloved faces. It is losing the familiarity of the people you love, and with them, leaving behind a version of yourself that existed only in that specific context.

Every migrant goes through a process of mourning, often quietly. Mourning the country left behind, the stability that was lost, the identity that suddenly feels less solid when confronted with a new environment. Mourning the relationships that fade with distance, the celebrations that now happen through screens, the language that no longer flows effortlessly. And yet, within these losses, there is also space for transformation, for growth, and sometimes, for an unexpected sense of freedom.

To speak of migration is to speak of vulnerability—but also of an inner strength that emerges as one learns to walk on unfamiliar ground. My own migratory journey, which began at a young age, was shaped by this constant tension between loss and reconstruction. Nothing was easy: the unexpected loneliness, the weight of responsibility, the need to learn how to manage everything on my own after growing up in a supportive environment. Cooking when exhausted, organizing my days, making important decisions without my family nearby—these were challenges that deeply marked me. But it was also a journey of expansion, where I discovered parts of myself I would have never encountered otherwise.

In my work as a psychologist with adolescents, young adults and adult migrants, I have witnessed how migration takes a unique form for each person. Some leave for academic opportunities, the prestige of foreign education, or the promise of a more stable future. Others leave in search of freedom, safety, or personal growth. Sometimes migration is a deliberate choice; other times, it is the only viable path. But in every case, the experience carries both a hopeful and a challenging dimension.

The testimonies I have gathered show that no migratory path is entirely easy or entirely difficult. Cultural adaptation may feel fluid while loneliness settles heavily. The freedom of managing one's own life can coexist with the anguish of silent weekends or meaningful dates spent far from home. Even everyday tasks—cooking, budgeting, deciding where to allocate energy—become important lessons. Migration teaches the value of what one has, precisely because it requires effort to rebuild it. And often, it means facing the misconceptions of others: people who underestimate a migrant’s intelligence or abilities simply because their accent reveals another mother tongue. Yet, within these challenges, a new sense of determination emerges.

Some say they made friends easily and felt welcomed, while others describe the pain of being far from family during emergencies. Migration is a vast and varied experience, but a common thread persists: starting from zero requires patience, courage and self-compassion. Independence can be a blessing, but also a fragile landscape when support is scarce.

When I ask people whether they would migrate again, many respond with an immediate yes, as though the experience has become inseparable from who they are today. Others say yes, but only with their immediate family. Some admit they would not repeat the experience so young and would choose a country where their language is spoken. This diversity of answers shows that migration has no universal formula; each person writes their own story.

Despite its complexities, migration holds an extraordinary transformative power. It teaches responsibility, reveals unexpected inner strength and builds a new kind of self-trust—one that arises when you look back at how far you’ve come. Migration is about walking through loss, but also about reinventing yourself. It is learning to be a foreigner without losing yourself. It is integrating the past into the present as a foundation, not a restriction.

From my personal journey—and from everything I felt missing along the way—comes my desire to create this space. A therepeutic space to remind you: you are not alone. Your story matters. Your journey has value. And every step, even the most uncertain, is part of the person you are becoming.

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