Expectativa, sueños, realidad - Attentes, rêves, réalité - Expectations, dreams, reality

-Français après le texte en espagnol-

-English text at the end-

Expectativas, sueños y la realidad

Soñar es un acto profundamente humano. Desde niños imaginamos quién seremos, qué haremos, cómo viviremos. Estas imágenes, a veces nítidas y otras borrosas, se convierten en expectativas: proyecciones hacia el futuro que alimentan nuestras decisiones y nos dan dirección.

Las expectativas, en sí mismas, no son un problema. De hecho, la psicología las reconoce como una de las fuerzas que nos motivan. Albert Bandura, con su teoría de la autoeficacia, explicó que creer en la posibilidad de alcanzar un objetivo es fundamental para movilizar los recursos internos necesarios. En otras palabras: si no nos vemos capaces de algo, difícilmente daremos el primer paso.

Sin embargo, cuando esa expectativa se convierte en una fantasía rígida, el choque con la realidad puede ser doloroso. Arthur Schopenhauer afirmaba que gran parte del sufrimiento humano surge precisamente de esa distancia entre lo que deseamos y lo que realmente sucede. Cuanto más altas o inamovibles son nuestras expectativas, más grande puede ser la decepción. Y aun así, vivir sin sueños sería como caminar sin horizonte.

Aquí aparece la paradoja: necesitamos soñar en grande, pero también necesitamos reconciliarnos con lo que la vida nos ofrece, aunque no coincida con lo planeado. Ernst Bloch, filósofo de la esperanza, defendía la importancia de imaginar futuros posibles, pues es esa visión la que impulsa tanto la historia como el desarrollo personal. Viktor Frankl, desde la psicología existencial, complementa: lo esencial no es que todo salga como lo pensamos, sino la capacidad de encontrar sentido incluso en lo inesperado.

Es ahí donde surge una invitación: aprender a balancear el soñar y el aceptar. Ni quedarnos atrapados en una fantasía imposible, ni renunciar a la posibilidad de aspirar a algo más grande de lo que hoy tenemos.

Hablar de “expectativas realistas” puede sonar contradictorio, porque soñar implica, en parte, imaginar lo que aún no existe. Pero lo realista no es renunciar al sueño, sino prepararse para el trayecto. Un sueño sin acción queda en deseo; una expectativa sin flexibilidad se vuelve cárcel.

Para transformar las expectativas en motor de crecimiento, es útil:

Definir metas claras y alcanzables, que puedan dividirse en etapas.

Evaluar y ajustar en el camino, porque la vida rara vez es lineal.

Aceptar el error o el desvío como parte del aprendizaje.

En este sentido, no se trata de conformarse con menos de lo que soñamos, sino de comprender que llegar allí probablemente tomará más tiempo, más esfuerzo y más adaptaciones de lo que imaginábamos.

Conformarse es instalarse en la resignación, en el “es lo que hay” sin mover un dedo por transformarlo. Adaptarse, en cambio, es aprender a leer la realidad y a movernos con ella. Significa que podemos mantener viva la llama de nuestros sueños, pero también cambiar de estrategia cuando el camino nos muestra que hay otros modos de llegar.

El crecimiento personal no ocurre en la comodidad de las expectativas cumplidas, sino en el desafío que implica atravesar los desencuentros. Cada vez que algo no sale como lo imaginábamos, tenemos dos opciones: renunciar y conformarnos, o aprender, ajustar y crecer. Como diría Epicteto, filósofo estoico: “No son las cosas las que nos perturban, sino la visión que tenemos de ellas”.

El arte está en sostener el sueño sin quedar esclavizados a una única manera de alcanzarlo. Porque a veces, cuando las cosas no salen como esperábamos, en realidad salen mejor, o simplemente la vida nos protegió de algo que no alcanzábamos a ver.

El reto no es soñar menos, sino soñar con los pies en la tierra. Podemos imaginar la versión más luminosa de nuestro futuro, trabajar con disciplina para alcanzarla y, al mismo tiempo, aceptar que no todo depende de nosotros.

Esto requiere una combinación de humildad y valentía: humildad para aceptar la incertidumbre y valentía para no dejar de soñar, aun con el riesgo de equivocarnos. Como decía Søren Kierkegaard, “atreverse es perder el equilibrio momentáneamente; no atreverse es perderse a uno mismo”.n camino de aprendizaje

Al final, toda expectativa, cumplida o no, nos enseña. Si el resultado se parece al sueño, nos muestra que éramos capaces. Si no se parece, nos regala otra lección: hacia dónde no ir, qué ajustar, qué fortalecer. En ambos casos, crecemos.

La clave está en recordar que nunca salimos “perdiendo” cuando algo no resulta como esperábamos. O conseguimos lo que soñamos, o descubrimos un camino distinto, o aprendemos a redefinir lo que realmente queremos. Lo importante no es que la realidad copie a la perfección lo que estaba en nuestra mente, sino cómo utilizamos cada experiencia para seguir avanzando.

Soñar no es ingenuo ni infantil: es un acto de confianza en la vida y en nosotros mismos. Ajustar expectativas no es un fracaso, sino un ejercicio de madurez. Y aprender a adaptarnos, sin conformarnos, es lo que nos permite crecer con cada paso.

Porque los sueños son faros que iluminan el horizonte, pero el camino se construye paso a paso, con flexibilidad, paciencia y apertura a lo inesperado. Y en ese proceso, aun cuando las cosas no salgan como lo imaginamos, descubrimos que la vida siempre tiene algo para enseñarnos.

Attentes, rêves, et réalité

Rêver est un acte profondément humain. Dès l’enfance, nous imaginons qui nous serons, ce que nous ferons, comment nous vivrons. Ces images, parfois nettes et parfois floues, deviennent des attentes : des projections vers l’avenir qui nourrissent nos décisions et nous donnent une direction.

Les attentes, en elles-mêmes, ne posent pas problème. En réalité, la psychologie les reconnaît comme l’une des forces qui nous motivent. Albert Bandura, avec sa théorie de l’auto-efficacité, expliquait que croire en la possibilité d’atteindre un objectif est fondamental pour mobiliser les ressources internes nécessaires. En d’autres termes : si nous ne nous voyons pas capables de quelque chose, il est peu probable que nous fassions le premier pas.

Cependant, lorsque cette attente se transforme en une fantaisie rigide, le choc avec la réalité peut être douloureux. Arthur Schopenhauer affirmait qu’une grande partie de la souffrance humaine naît précisément de cette distance entre ce que nous désirons et ce qui arrive réellement. Plus nos attentes sont élevées ou inamovibles, plus grande peut être la déception. Et pourtant, vivre sans rêves serait comme marcher sans horizon.

C’est là que surgit la paradoxe : nous avons besoin de rêver grand, mais nous devons aussi nous réconcilier avec ce que la vie nous offre, même si cela ne correspond pas à ce qui était prévu. Ernst Bloch, philosophe de l’espérance, défendait l’importance d’imaginer des futurs possibles, car c’est cette vision qui pousse aussi bien l’histoire que le développement personnel. Viktor Frankl, dans la psychologie existentielle, complète : l’essentiel n’est pas que tout se passe comme nous l’avons pensé, mais la capacité de trouver un sens même dans l’inattendu.

D’où l’invitation : apprendre à équilibrer le rêve et l’acceptation. Ni rester prisonniers d’une fantaisie impossible, ni renoncer à la possibilité d’aspirer à quelque chose de plus grand que ce que nous avons aujourd’hui.

Parler d’« attentes réalistes » peut sembler contradictoire, car rêver implique, en partie, d’imaginer ce qui n’existe pas encore. Mais être réaliste ne signifie pas renoncer au rêve, mais se préparer au chemin. Un rêve sans action reste un désir ; une attente sans flexibilité devient une prison.

Pour transformer les attentes en moteur de croissance, il est utile de :

Définir des objectifs clairs et atteignables, divisés en étapes.

Évaluer et ajuster en chemin, car la vie est rarement linéaire.

Accepter l’erreur ou le détour comme faisant partie de l’apprentissage.

En ce sens, il ne s’agit pas de se contenter de moins que ce que nous rêvons, mais de comprendre qu’y parvenir prendra probablement plus de temps, plus d’efforts et plus d’adaptations que prévu.

Se contenter, c’est s’installer dans la résignation, dans le « c’est comme ça » sans rien tenter pour le transformer. S’adapter, en revanche, c’est apprendre à lire la réalité et à avancer avec elle. Cela signifie que nous pouvons garder vivante la flamme de nos rêves, tout en changeant de stratégie lorsque le chemin nous montre d’autres manières d’y parvenir.

La croissance personnelle ne survient pas dans le confort des attentes réalisées, mais dans le défi de traverser les décalages. Chaque fois que quelque chose ne se passe pas comme nous l’avions imaginé, nous avons deux options : renoncer et nous résigner, ou apprendre, ajuster et grandir. Comme le disait Épictète, philosophe stoïcien : « Ce ne sont pas les choses qui nous troublent, mais la vision que nous en avons ».

L’art consiste à soutenir le rêve sans devenir esclaves d’une seule façon de l’atteindre. Parce que parfois, lorsque les choses ne se déroulent pas comme prévu, elles se déroulent en réalité mieux, ou bien la vie nous a protégés de quelque chose que nous n’avions pas perçu.

Le défi n’est pas de moins rêver, mais de rêver les pieds sur terre. Nous pouvons imaginer la version la plus lumineuse de notre futur, travailler avec discipline pour l’atteindre et, en même temps, accepter que tout ne dépend pas de nous.

Cela requiert une combinaison d’humilité et de courage : humilité pour accepter l’incertitude et courage pour ne pas cesser de rêver, même au risque de nous tromper. Comme le disait Søren Kierkegaard, « oser, c’est perdre l’équilibre momentanément ; ne pas oser, c’est se perdre soi-même ».

Au final, chaque attente, réalisée ou non, nous enseigne quelque chose. Si le résultat ressemble au rêve, cela nous montre que nous en étions capables. Si ce n’est pas le cas, cela nous offre une autre leçon : vers où ne pas aller, quoi ajuster, quoi renforcer. Dans tous les cas, nous grandissons.

La clé est de se rappeler que nous ne « perdons » jamais lorsque quelque chose ne se passe pas comme prévu. Soit nous obtenons ce que nous rêvions, soit nous découvrons un autre chemin, soit nous redéfinissons ce que nous voulons vraiment. L’important n’est pas que la réalité copie parfaitement ce qui était dans notre esprit, mais la façon dont nous utilisons chaque expérience pour avancer.

Rêver n’est ni naïf ni infantile : c’est un acte de confiance en la vie et en nous-mêmes. Ajuster nos attentes n’est pas un échec, mais un exercice de maturité. Et apprendre à nous adapter, sans nous résigner, est ce qui nous permet de grandir à chaque pas.

Car les rêves sont des phares qui illuminent l’horizon, mais le chemin se construit pas à pas, avec flexibilité, patience et ouverture à l’inattendu. Et dans ce processus, même lorsque les choses ne se déroulent pas comme nous l’imaginions, nous découvrons que la vie a toujours quelque chose à nous enseigner.

Expectations, dreams and reality

Dreaming is a profoundly human act. From childhood, we imagine who we will become, what we will do, how we will live. These images, sometimes clear and sometimes blurry, turn into expectations: projections toward the future that fuel our decisions and give us direction.

Expectations themselves are not a problem. In fact, psychology recognizes them as one of the forces that motivate us. Albert Bandura, with his theory of self-efficacy, explained that believing in the possibility of achieving a goal is fundamental to mobilizing the inner resources required. In other words: if we do not see ourselves as capable of something, we will hardly take the first step.

However, when an expectation turns into a rigid fantasy, the clash with reality can be painful. Arthur Schopenhauer claimed that much of human suffering arises precisely from the gap between what we desire and what actually happens. The higher or more inflexible our expectations are, the greater the disappointment. And yet, living without dreams would be like walking without a horizon.

Here lies the paradox: we need to dream big, but we also need to reconcile ourselves with what life offers us, even if it doesn’t match what we had planned. Ernst Bloch, philosopher of hope, defended the importance of imagining possible futures, since it is this vision that drives both history and personal development. Viktor Frankl, from existential psychology, added that what matters is not that everything unfolds as we imagined, but our ability to find meaning even in the unexpected.

This is where an invitation arises: to learn how to balance dreaming and accepting. Neither becoming trapped in an impossible fantasy nor giving up the possibility of aspiring to something greater than what we have today.

Speaking of “realistic expectations” may sound contradictory, because dreaming implies, in part, imagining what does not yet exist. But being realistic does not mean giving up on dreams—it means preparing for the journey. A dream without action remains a wish; an expectation without flexibility becomes a prison.

To transform expectations into a source of growth, it is useful to:

Define clear and achievable goals, broken down into stages.

Evaluate and adjust along the way, since life is rarely linear.

Accept mistakes or detours as part of the learning process.

In this sense, it is not about settling for less than what we dream of, but about understanding that reaching it will probably take more time, more effort, and more adjustments than we initially imagined.

Settling means falling into resignation, into “this is how it is” without trying to change it. Adapting, on the other hand, means learning to read reality and move with it. It means we can keep the flame of our dreams alive, while also changing strategy when the path shows us alternative ways to move forward.

Personal growth does not occur in the comfort of fulfilled expectations, but in the challenge of navigating disappointments. Each time something does not turn out as we imagined, we have two options: to give up and settle, or to learn, adjust, and grow. As Epictetus, the Stoic philosopher, put it: “It is not things themselves that disturb us, but the view we take of them.”

The art lies in holding on to the dream without becoming enslaved to a single way of achieving it. Because sometimes, when things do not go as planned, they actually turn out better—or life has simply protected us from something we could not yet see.

The challenge is not to dream less, but to dream with our feet on the ground. We can imagine the brightest version of our future, work with discipline to reach it, and at the same time accept that not everything depends on us.

This requires a combination of humility and courage: humility to accept uncertainty, and courage to keep dreaming, even at the risk of being wrong. As Søren Kierkegaard wrote, “to dare is to lose one’s footing momentarily; not to dare is to lose oneself.”

In the end, every expectation, fulfilled or not, teaches us something. If the result resembles the dream, it shows us we were capable. If it does not, it offers another lesson: where not to go, what to adjust, what to strengthen. In both cases, we grow.

The key is to remember that we never truly “lose” when things do not go as expected. Either we achieve what we dreamed of, or we discover a new path, or we redefine what we truly want. What matters is not that reality perfectly matches what was in our mind, but how we use each experience to move forward.

Dreaming is neither naïve nor childish: it is an act of trust in life and in ourselves. Adjusting expectations is not a failure, but an exercise in maturity. And learning to adapt, without settling, is what allows us to grow with every step.

Because dreams are lighthouses that illuminate the horizon, but the road is built step by step, with flexibility, patience, and openness to the unexpected. And in this process, even when things do not turn out as we imagined, we discover that life always has something to teach us.

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