El poder de las palabras - Le pouvoir des mots - The power of words

El poder de la palabra: el diálogo que construye (o limita) al niño

Desde el momento en que nacen, los niños aprenden sobre el mundo a través de nuestras palabras. El lenguaje, para ellos, no es solo una herramienta de comunicación: es la vía por la cual comienzan a construir su identidad, a entender quiénes son y qué lugar ocupan en el mundo.

Lo que decimos —y cómo lo decimos— deja huellas profundas en su manera de sentirse, pensarse y relacionarse.

Decirle a un niño que Papá Noel existe, que las hadas o el ratón de los dientes existen, es ofrecerle un relato simbólico que nutre su imaginación y su capacidad de creer. Y el niño cree, porque confía. Cree porque los adultos somos su referencia fundamental. Desde esa posición, nuestra palabra tiene el peso de una verdad absoluta. Si le decimos que la magia existe, lo creerá. Pero también, si le decimos que es inútil, tonto o incapaz, lo creerá del mismo modo.

Como recuerda Françoise Dolto, “el niño es una persona”, y como tal, merece ser tratado con el mismo respeto simbólico que otorgamos a los adultos. No es un ser por formar, sino un sujeto en formación. Y dentro de esa formación, el discurso del adulto tiene un poder creador o destructor. Nuestras palabras son el primer espejo en el que el niño se mira: le devuelven una imagen de sí mismo que puede sostenerlo o derrumbarlo.

Donald Winnicott hablaba de la importancia de un entorno suficientemente bueno, un “holding” emocional que permita al niño existir, desplegar su espontaneidad y experimentar el mundo sin temor al juicio o la desvalorización. Cuando nuestras palabras acusan, etiquetan o sentencian (“no servís para eso”, “nunca vas a aprender”, “sos flojo”), el espacio psíquico de juego se reduce, la curiosidad se apaga, y el niño comienza a construir una identidad desde la carencia. Aprende a no intentar, por miedo a fallar.

Decir “te cuesta” no es lo mismo que decir “no podés”. En la primera frase, hay apertura, acompañamiento, posibilidad de crecimiento. En la segunda, hay clausura, condena. María Montessori insistía en que el aprendizaje real surge del respeto por los ritmos individuales: cada niño tiene su tiempo, su manera, su sensibilidad. Si una materia le cuesta —matemáticas, lenguas, ciencias—, no es un signo de inferioridad, sino una oportunidad para descubrir cómo aprende mejor.

Ahí es donde el adulto puede convertirse en un facilitador o en un obstáculo. El rol no es el de imponer un ideal de éxito uniforme, sino el de ayudar a cada niño a encontrar su modo singular de habitar el conocimiento. Vygotsky, con su concepto de “zona de desarrollo próximo”, recordaba que el aprendizaje ocurre en la interacción, en el diálogo que el adulto sostiene con el niño para acompañar su proceso. Ese diálogo no se limita a la enseñanza académica: es un sostén emocional que habilita la confianza y la exploración.

Decir “te cuesta, ¿qué podemos hacer para apoyarte?” es reconocer al niño como sujeto activo en su propio proceso de aprender. Es devolverle la posibilidad de participar en su crecimiento. Es mirarlo con curiosidad en lugar de con juicio. Porque detrás de cada dificultad hay también un mensaje sobre cómo ese niño siente, percibe, se organiza. Y nuestra tarea como adultos —padres, educadores, psicólogos— no es forzar la adaptación, sino ofrecer caminos alternativos que le permitan integrar la experiencia sin frustración.

No se trata de negar la dificultad, sino de acompañarla sin etiquetar. Cuando un niño escucha repetidamente que “es malo para algo”, termina internalizando esa narrativa como parte de su identidad. El discurso adulto se transforma en una voz interna que juzga y limita. Y desde ahí, la palabra se vuelve una herida.

Por eso, educar y acompañar también implica una ética del lenguaje. Implica preguntarnos qué decimos, desde dónde lo decimos y qué efecto puede tener en el otro. Implica sostener la responsabilidad de nuestra palabra, sabiendo que en ella se juega el porvenir simbólico de quienes nos escuchan.

Quizá no siempre podamos evitar la frustración o el error —porque también son parte del aprendizaje—, pero sí podemos cuidar el modo en que los acompañamos. Podemos enseñar que equivocarse no es fracasar, sino explorar. Que tener dificultad no significa ser incapaz. Que cada proceso tiene su tiempo.

El niño que siente que es escuchado, que se le da la posibilidad de entender sus límites sin ser definido por ellos, crece con una confianza más sólida, con un deseo más libre. Y ese deseo, como decía Winnicott, es lo que lo mantiene vivo, creativo, capaz de jugar con la realidad.

En definitiva, los niños nos creen. Y en esa creencia reside tanto su vulnerabilidad como su fuerza. Nuestra tarea, como adultos, es no traicionar esa confianza. Es ofrecerles un discurso que no los encierre, sino que los abra al mundo. Un discurso que diga: “podés”, “intentemos de otro modo”, “te acompaño”, “no estás solo”.

Porque si nuestras palabras pueden herir, también pueden sanar.

Y quizás la mayor forma de amor que podemos ofrecer sea aprender a hablarles —y escucharlos— de un modo que los ayude a crecer.

Le pouvoir des mots : le dialogue qui construit (ou limite) l’enfant

Depuis leur naissance, les enfants apprennent le monde à travers nos mots. Le langage, pour eux, n’est pas seulement un moyen de communication : c’est une façon d’exister, de comprendre qui ils sont et quelle place ils occupent dans le monde.

Ce que nous disons — et la manière dont nous le disons — laisse une empreinte profonde sur leur manière de se percevoir, de ressentir et d’être au monde.

Dire à un enfant que le Père Noël existe, que les fées ou la petite souris existent, c’est lui offrir un récit symbolique qui nourrit son imaginaire et sa capacité de croire. Et l’enfant croit, parce qu’il a confiance. Il croit, car pour lui, l’adulte est une référence, une figure de vérité. Si on lui dit que la magie existe, il y croit. Mais si on lui dit qu’il est inutile, bête ou incapable, il y croit aussi.

Comme le rappelait Françoise Dolto, « l’enfant est une personne ». Et en tant que tel, il mérite d’être reconnu et respecté. Il n’est pas un être à remplir, mais un sujet en devenir. Le discours de l’adulte a donc un pouvoir immense : il peut soutenir ou détruire, ouvrir ou enfermer. Nos paroles sont le premier miroir dans lequel l’enfant se regarde ; elles lui renvoient une image de lui-même qui peut le construire ou le blesser.

Donald Winnicott parlait d’un environnement suffisamment bon, d’un holding qui permette à l’enfant de se sentir en sécurité pour exister, jouer, expérimenter. Lorsqu’on juge ou qu’on étiquette — « tu n’es pas fait pour ça », « tu n’apprendras jamais », « tu es paresseux » —, l’espace de jeu intérieur se réduit. La curiosité s’éteint, et l’enfant commence à se penser à travers le manque. Il apprend à ne plus essayer, de peur d’échouer.

Dire « c’est difficile pour toi » n’est pas dire « tu ne peux pas ». Dans la première phrase, il y a de l’ouverture, du soutien, une possibilité d’évoluer. Dans la seconde, il y a une fermeture. Maria Montessori insistait sur le respect du rythme de chaque enfant : chacun a sa manière d’apprendre, son temps, sa sensibilité. Si une matière lui résiste — mathématiques, langues, sciences —, ce n’est pas une faiblesse, mais une invitation à trouver la manière qui lui convient.

L’adulte peut alors devenir un facilitateur ou un obstacle. Son rôle n’est pas d’imposer une norme, mais d’accompagner la singularité. Lev Vygotski parlait de zone proximale de développement, cet espace où l’enfant apprend en interaction avec un adulte qui le soutient. Ce dialogue n’est pas seulement cognitif ; il est émotionnel, symbolique, profondément humain.

Dire « c’est difficile, que peut-on faire pour t’aider ? » revient à reconnaître l’enfant comme sujet actif de son apprentissage. C’est l’impliquer, le rendre partenaire de son propre développement. Parce que derrière chaque difficulté, il y a une histoire, une façon d’être au monde. Notre tâche n’est pas de forcer, mais d’accompagner, d’ouvrir des chemins possibles.

Quand un enfant entend trop souvent qu’il est « mauvais » ou « nul », ces mots deviennent une voix intérieure qui juge et enferme. Les mots blessent, parfois pour longtemps.

Éduquer implique donc une éthique du langage : être conscient du poids de nos mots, de leur résonance, de leur pouvoir. C’est une responsabilité symbolique et affective.

On ne peut pas éviter toute frustration ni tout échec — ils font partie de la vie —, mais on peut accompagner avec douceur, en montrant que l’erreur est une étape, non une fin. Qu’avoir des difficultés ne signifie pas être incapable. Que chaque apprentissage a son propre rythme.

Un enfant écouté, soutenu, respecté dans sa manière d’apprendre grandit avec plus de confiance, plus de désir. Et ce désir, disait Winnicott, c’est ce qui le garde vivant, créatif, capable de jouer avec la réalité.

Les enfants nous croient. Dans cette croyance réside à la fois leur fragilité et leur force. À nous de ne pas trahir cette confiance, mais de leur offrir un discours qui ouvre, qui élève, qui donne envie de continuer à croire.

Parce que si les mots peuvent blesser, ils peuvent aussi guérir.

Et peut-être que la plus belle forme d’amour consiste simplement à apprendre à leur parler — et à les écouter — d’une manière qui les aide à grandir.

The Power of Words: The Dialogue That Builds (or Limits) the Child

From the moment they are born, children learn about the world through our words. For them, language is not only a way to communicate — it’s how they begin to be, to make sense of who they are and where they belong.

What we say — and how we say it — leaves deep marks on their way of feeling, thinking, and becoming.

When you tell a child that Santa Claus, the tooth fairy, or magic exists, they believe you. Because they trust you. Adults are their point of reference, the voice of truth. And so, if you tell them they are capable, they’ll believe it. But if you tell them they are stupid, useless, or incapable — they’ll believe that too.

As Françoise Dolto said, “a child is a person.” They are not an empty vessel waiting to be filled but a subject in the process of becoming. In this process, the adult’s discourse has immense power — it can open or close, build or destroy. Our words are the first mirror in which a child sees themselves; they shape the image they will carry within.

Donald Winnicott spoke about the importance of a “good enough environment,” a holding space where the child feels safe to exist, play, and explore. When our words judge, label, or condemn — “you’re not good at this,” “you’ll never learn,” “you’re lazy” — the child’s inner world contracts. Curiosity fades, and fear of failure replaces the desire to try.

Saying “this is difficult for you” is very different from saying “you can’t do it.” The first holds empathy and possibility; the second closes the door. Maria Montessori reminded us that true learning arises from respecting each child’s individual rhythm. If a subject feels hard — math, science, or language — it’s not a sign of inferiority but an invitation to find the right way to learn.

The adult, then, can be either a facilitator or an obstacle. Our role is not to impose a standard but to accompany uniqueness. Lev Vygotsky’s concept of the zone of proximal development shows that learning takes place in interaction — through dialogue, support, and trust. And that dialogue is not only intellectual; it’s emotional, relational, deeply human.

Saying “this is hard, how can we make it easier for you?” recognizes the child as an active participant in their own growth. It’s a gesture of respect and collaboration. Behind every struggle lies a story, a way of experiencing the world. Our task is not to force adaptation but to open alternatives, to make space for difference.

When a child repeatedly hears that they’re “bad” or “not good enough,” those words become internalized. They form an inner voice that limits and wounds. Words can become invisible scars.

That’s why education requires an ethics of language — awareness of what we say, how we say it, and what our words may awaken. It’s a symbolic and emotional responsibility.

We cannot shield children from all frustration or failure, but we can accompany them with care. We can teach that mistakes are part of learning, that struggle doesn’t mean incapacity, that growth takes time.

A child who feels seen, heard, and supported grows with more confidence and vitality. And that inner vitality — as Winnicott wrote — is what allows the child to play, create, and stay alive inside.

Children believe us. In that belief lies both their fragility and their strength. Our duty is not to betray that trust but to offer words that expand, not restrict — words that help them believe in themselves and in life.

Because if words can wound, they can also heal.

And perhaps the most loving thing we can do is learn to speak — and to listen — in a way that helps them grow.

Précédent
Précédent

Dialogo interno - Dialogue interne - Intern dialogue

Suivant
Suivant

Pedir ayuda - Demander de l’aide - Ask for help